Lo de las Américas

05/11/2024 11:47 AM
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Interésense por la familia Menéndez Pidal: Deberían ser referencia, en especial en este momento de atonía sobre nuestra verdadera Historia.

 

Les conocí sin que me advirtieran, claro, yo era novel, en todo. Don Ramón, agnóstico, no objetó -como García Morente- a que su descendencia se educase en cristiano. Y su hija, Jimena -coincidimos en la Fundación Buenafuente del Sistal- dirigió la escuela “laica”, Instituto Estudio, con sede en la calle Almagro de Madrid.

 

Don Ramón había escrito sobre el mestizaje verbal, que es el más profundo. Estudió y publicó su investigación sobre la poesía arábigo-andaluza. Hay una reminiscencia de ese encuentro de culturas y fé en los versos, luego “saeta”, de Machado: Cantar del pueblo andaluz/ que todas las primaveras/ anda buscando escaleras/ para subir a la cruz.

 

También don Ramón, promotor-autor de una monumental historia de España, averiguó, yendo tras los topónimos, que la ruta del destierro del Cid pasaba por Molina de Aragón, donde jugaría partidas de ajedrez con Ben Galbón, su amigo moro, y concretamente por Vega d´Arias (luego, y aun ahora mismo de nuevo, patrimonio de mi familia) nombre de un mesnadero del desterrado fiel, y que el autor de su égida podía ser un juglar de Laina. Curiosidades emotivas.

 


Pues bien: por don Ramón conocía la peripecia de Enriquillo, héroe nacional de La Española (República Dominicana). En esta circunstancia de atonía por la verdad, ya digo, en que se hacen ascos a las Américas españolas (que, es verdad de Perogrullo, no existirían, al menos no tendrían corporeidad geográfica y cultural hasta siglos después: de golpe se saltaron las edades media y moderna, al menos), el historiador concienzudo y honesto tropieza con le prototipo de lo que fue y cómo ocurrió. Con dramatismo y dignidad, anticipo. Lo conocí leyendo, con pálpitos de emoción, la historia del P. Las Casas -héroe de cartón- versus el cacique Enriquillo, ya me he anticipado a describirlo. 

 

"Enriquillo”, así con ese nombre familiar castellano, era un indígena con categoría de cacique, o jefe de pueblos. Él sí, él había comprendido desde el principio: la presencia de los hombres de barbas blancas floridas, viracochas, al menos en México, era un regalo del cielo: los hacía saltar décadas y aun centurias hacia la civilización (algún día veremos lo que está ocurriendo en Colombia a propósito del galeón San José).

 

Se había bautizado, precisamente con ese nombre de familia, Enrique, en diminutivo y contrajo matrimonio con una castellana, doña -con el mismo rango- Mencía. No sólo hablaba su lengua aborigen, el taino, que también, sino el español ya universal y era tan sincero creyente que, sin que hubiese estructura eclesial, rezaba cada día, supongo que al atardecer y bajo rosáceas, el santo rosario de Santo Domingo de Guzmán, y ayunaba todos los viernes de Cuaresma.

 

Pues bien, u horriblemente mal, a doña Mencía la violaron en grupo -como “la manada”, nihil novum sub sole- unos cerdos encomenderos celosos. El marido, cacique, acostumbrado a la legalidad del mando, pidió justicia: y se le denegó en todas las instancias: Del regidor, pasando por el Cabildo hasta la Audiencia. Se echó al monte, con unos de “los suyos” -el rencor por la derrota es un fuego de fragua, que se une con el deseo de justicia- y campó libre y acosador por el Baoruco como un Joaquín Murieta del XX, durante 14 años.Escribí la historia en forma de novela epopeya cuando la conocí, y la publicó Akal, abriendo colección.

 

Con lentitud pero tesonera funcionó el mecanismo administrativo-judicial de Las Indias, y los hechos llegaron al conocimiento del césar Carlos I. Entonces, con urgencia, un mensajero real “ad hoc” navegó a Santo Domingo con cédula en la que el jefe del orbe terráqueo pedía perdón al indígena Enriquillo, y le ofrecía el suyo junto con el castigo a los facinerosos. Ese es el fidedigno retrato de la presencia española-castellana en las Américas. No el que trucó fray Bartolomé.

 

Lejos de las fragosidades de la sierra del Baoruco durante casi tres quinquenios, se hizo presente, con solicitud y puntualidad suiza, en la ceremonia del encuentro césar-cacique. Ya había hecho otros trucos parejos, con resultados tragicómicos, el tonsurado germen de nuestra (porque nos la hemos apropiado) leyenda negra.

 

Mientras tanto, fray Bartolomé había preparado “la mayor ocasión que vieron los siglos”: una expedición marítima, no solo pacífica sino, adelantándose a su tiempo, radicalmente pacifista: Embarcarían la tripulación y un grupo nutrido de colonos, hombres, mujeres y niños, con aperos agrícolas pero sin armas, navegando hacia el sureste hasta hallar tierra y la hallaron donde está lo que hoy llamamos Venezuela.

 

El propósito era “otra forma de coloniación”, dialogando y adoctrinando (¿les suena a los grupos pacifistas actuales, estilo el ministro Urtasun?). El grumete avistó la costa, el capitán arrió las barcazas de desembarque y estas se llenaron de familias felices por el hallazgo de algún Eldorado, puesto que en las arenas y bajo los cocoteros agitaban y entrecruzaban los brazos en alto como saludo, los nativos…

 

Nunca los que permanecieron a bordo, los residuales, recuperaron a los suyos. Medio cuerpo desde la borda sobre el océano vieron, con los ojos desencajados, cómo los hospitalarios indígenas caníbales sacrificaban y hacían un banquete con los colonos, incluídos los niños.

 

El comportamiento de Enriquillo, de los aborígenes, y del tonsurado progresista marcan la verdadera historia de la colonización española en los mildispersas -en un solo continente- Américas.

 

Los “castilian” no mataban ni vejaban -salvo las ovejas negras de todo rebaño, algunos “encomenderos”- porque, desde que llegaron noticias de que el extravagante Colón pisó Guaraní recibieron consignas de la reina Isabel la Católica -a mi personal juicio, la persona más notable de nuestra Historia-  que “promovió que españoles y nativos se casaran entre sí”. Una consigna singular y exclusiva, que retenía la posible crueldad innata del hombre, puesto que los "americanos” eran carne de su carne y destino de su cultura, varios siglos por delante. La archiconocida, y aplaudida “política matrimonial de los Reyes Católicos” era pieza clave en el Nuevo Mundo, sin que se vetaran “matrimonios desiguales”, o morganáticos.

 

Las Indias no eran colonios, como subraya Ricardo Levene.Y comprobaría casi ahora mismo, en el siglo XX, el también casi indígena Neruda, premio Nóbel de literatura. Don Pablo tenía la color tostada en cobre. Era más bien de izquierdas, radicalmente “social”, si bien ilustrado, a diferencia de los nuevos limpiadores con lejía de nuestro pasado-presente -sigue habiendo corridas de toros, y, al igual que hubo en cierto tiempo un flujo de “gallegos” a Argentina, ahora hay desde Centroamérica y el cono sur un reflujo de mestizas hacia una España con oportunidades. “Como en casa”, en ambos movimientos. Periodista y sobre todo poeta de ternuras casi infinitas por las femineidas (no feminista) conocía todo el mundo y lo quintaesenciaba en sus “cuadernos”, como el ampurdanés Joseo Pla.

 

Pues bien: cuando quiere radiografiarse y se vuelca en sus memorias “Confieso que he vivido”, redacta un entero capítulo con el título “España en el corazón”. Relata las barbaries del domeñamiento en las “provincias”, eso eran, incluso antes de Javier de Burgos ultramarinas, y escribe algo así como a los bárbaros conquistadores se les caían, en su correrías, desde los yelmos, las monturas, las barbas floridas, los arcabuces, como piedrecitas precisas, las palabras. Y concluye: Nos quitaron todo, nos dejaron todo: nos dejaron la palabra para el entendimiento, por encima de los dialectos". Ya veremos a propósito del galeón San José.

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