Por María Urrea
Estábamos una amiga y yo intercambiando impresiones -supongo que como muchos de ustedes- sobre el pacto recientemente alcanzado entre el PSC y ERC para dar viabilidad a la presidencia catalana de Salvador Illa cuando, tras un momento de silencio, me pregunta: "¿Es un postulado de la izquierda el nacionalismo? ¿Es progresista ser nacionalista? ¿Los nacionalistas reclaman derechos o privilegios?".
"¡Hum! Buena pregunta" -pensé-. Cualquiera de las tres. Y empezamos a reflexionar.
No sé si ustedes tendrán clara la respuesta. En mi caso, y aunque soy una firme convencida de la comunicación y del poder sanador de la palabra, prefiero prestar atención a los hechos. "Hechos son amores y no buenas razones", ya saben.
Es verdad que en la lucha contra el Antiguo Régimen y los viejos imperios absolutistas liderada por la burguesía, la idea de 'nación' tuvo una importancia clave en los cambios que se pretendían (soberanía nacional, independencia y reagrupamiento de las naciones fragmentadas en el interior de los Imperios absolutistas). Fueron, sin duda, ideas 'progresistas'. Pero también es verdad que, una vez superados los regímenes liberales del sufragio censitario (masculino) e instalada la soberanía popular con el sufragio universal de las democracias, la burguesía utilizó las mismas ideas para desestabilizarlas e impulsar los fascismos (unidad patria y persecución en su nombre de las minorías, pero también de cualquier oposición, por 'antipatriotas'). Fue, sin duda, una idea reaccionaria, hoy de nuevo clave en el discurso de la ultraderecha.
Son hechos que me hacen pensar que los nacionalismos no son buenos o malos, de izquierdas o de derechas, 'per se'. Depende del contexto y de la utilización que de ellos se haga. Personalmente, me interesa centrarme en dos aspectos. Uno. Todos tenemos la necesidad de sentirnos parte de algo, de un grupo, de una tribu, de un pueblo. Las cuestiones que afectan a la identidad van más allá de la razón, son emocionales, y un fácil caldo de cultivo para la manipulación y el enfrentamiento.
Dos. En un Estado democrático que reconoce y garantiza el libre ejercicio de las diferencias, poner el acento en el 'hecho diferencial' tensiona innecesariamente la convivencia y desvía la atención de asuntos radicalmente importantes (desigualdad económica, justicia social, igualdad en derechos, ...). Y eso no es progresista.
Dicho esto, me pregunto si el Pacto suscrito entre el PSC y ERC es la mejor forma -o la única posible- de resolver el 'problema' y recuperar la 'normalidad', tras tantos años de conflictos -no podemos recordar los cantonalismos ni la Segunda República porque no lo vivimos, pero sí ETA y el Procés-. En este último caso no deberíamos olvidar cómo Artur Mas recurrió a prender la llama del nacionalismo en un momento de impopularidad de CiU por los recortes y la corrupción.
Y pienso que no. Ni en el fondo ni, especialmente, en la forma. Felipe González fue el primero en ceder el 15% del IRPF a Cataluña para gobernar con su apoyo (podía haberlo hecho con el de los 17 diputados de IU, pero no entraba en sus cálculos un gobierno de coalición de izquierdas). Luego Aznar -que hablaba catalán 'en la intimidad'-, lo subió al 30% por lo mismo. Ahora Pedro Sánchez el 100%, dando un golpe de muerte al principio de solidaridad interregional de la Constitución. Por otro lado, un Gobierno que pretende recuperar el Estado de Bienestar necesita aumentar los ingresos, no mermarlos.
Sacar a Cataluña -uno de los territorios más ricos del Estado- del régimen común es, sin duda, un privilegio para Cataluña y me temo que un error. Hubiese preferido que se convocaran nuevas elecciones autonómicas, en el caso de que ERC amenazara con no apoyar al Gobierno, o que se abriera el debate sobre un Estado Federal, si consideran que es la solución definitiva. Hubiéramos ganado en transparencia y en calidad democrática.