Taurofilia serena (I)

12/12/2024 11:25 AM
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Ocurre, y con frecuencia, que compartir alguna afición crea amistad. Y una amistad profunda aún cuando se sigan vidas distantes y hasta divergentes. Fue el caso del trío Domingo Ortega, don José Ortega y Gasset e Ignacio Zuloaga, no hace falta explicarlo, pero lo haré enseguida. A propósito de esa afición taurina, en este caso como experiencia personal y sin trascendencia social alguna, José Fuentes, el 'zapatero de Linares', en los corrillos con cara famélica y porte elegante, y yo tuvimos amistad: y él fue matador de calidad (con el mismo apoderado que El Cordobés de 'O llevarás luto por mí', la novela biográfica de Dominique Saint Pierre sobre Manuel Benítez) y yo me gradué en la Facultad de Derecho y he ejercido durante sesenta años. Habíamos formado 'collera' en los tentaderos de Sierra Morena, José Fuentes, nombre de torero clásico y en sus principios maletilla de muro de placita de tienta, la muleta como asiento y piernas colgantes en el vacío (años cincuenta), y yo como hijo de ganadero (y Abogado del Estado).

 

Alejandro del Río, gerente de Trotta Ed., también mi amigo por varios motivos, ha pronunciado una sabia y exquisita conferencia, "Los dos Ortega, tauromaquia y filosofía", en el aula de cultura del Ateneo de Madrid. La comienza aludiendo a la bella amistad difícil arte -la define, y añade: ,decía Cicerón- entre los tres prohombres mencionados supra: componían una difícil terna... idealmente formada por filosofía, tauromaquia y pintura, encarnada en estos amigos de la belleza y de la verdad. La belleza y la verdad, para estos ciudadanos notables, notabilísimos, que conservan una perenne actualidad, consistía en su práctica del arte de torear. No en verlo ejercer por terceros, sino en protagonizarlo. Cossío, académico de la RAE, describe a Zuloaga como:

 

. En la costa cantábrica (su patria chica, que cabe y se sabe a gusto en
la de arraigo, que sería Castilla) y en su estudio de Las Vistillas, en Madrid, pintó -tal vez en ejercicio de universalidad- sendos retratos, magistrales, de sus "dos amigos", retratos fidedignos que no son sino piezas de un gran mosaico o fresco taurino: Agustina "la torera", Juan Belmonte (a quien también dibujará el gran Sancha, tumbado en un camastro de enfermería, quizás, en bata y fumando un veguero), El Corcito, El Trianero, Torerillos en Turégano... En la suma de los cuales analiza el drama social (ser madre de un torero 'que se la juega', jugársela realmente ante los paisanos machadianos, que desprecian cuanto ignoran, aprender experimentalmente y no en figura que es verdad que la letra con sangre entra, siendo la sangre provocada por el propio esfuerzo), y todo ello no solo para ascender por el agujero estrecho en la escala social, que también, sino para crear y crearse "belleza geométrica y serena".

 

Don José Ortega y Gasset no solo lo sabe sino que lo explicita ante, o incluso frente, a aquellos que designa como (se refiere no a una ideología política, aunque la
profetiza, lo estamos viendo y malviviendo, sino a quienes se ahorran el esfuerzo y el mérito de pensar, para dejarse arrastrar por los lugares comunes del pensamiento ocioso, prosaico,
vulgar). Hasta tiempos bien recientes se aceptaba la verdad orteguiana: "Frente a ellos afirmo, .

 

Previamente, había tomado nota en su riguroso cuaderno filosófico-histórico, y hasta naturalista, de que el uro -antecedente de - se ha perennizado en España cuando desde muchos siglos antes había desaparecido del mundo. ¿Por qué la supervivencia en España, precisamente? Y se responde: "No sé si se tiene bien en cuenta, si se está atento a que (evidencia) esa función de coraje que, en la terminología taurina se llama , y que es superlativamente inestable y siempre a punto de extinguirse", puede y debe predicarse del toro y del torero.

 

Tomemos nota, para quienes auguran la muerte de 'la corrida' por inanición. Voy a ser osado; voy a relacionar a Ortega y Gasset con García Morente, otro filósofo, agnóstico respetuoso de la creencia, por cierto -que hasta la II república fue decano de la Facultad Complutense de Madrid-, cuando en 1942 y 1945, tomen nota, escribía que el signo distintivo del hombre español (y de 'la hispanidad' en su conjunto) es la dignidad. Es decir, el ser quien se es a pesar de las circunstancias y enfrentándolas con el propio esfuerzo. Pues bien: esa realidad histórica, que superó incluso la 'terrible guerra civil' con la conciliación posterior total (no la que ahora se pregona, parcial, y de rendimiento sin condiciones) parece querer ignorarse, precisamente por quien y quienes deberían ser el estímulo del mundo de la cultura, su motor oculto, su fuente callada y operativa: el Ministerio de un ministro que ignora -es un hecho- una parte sustancial de la cultura de España: el señor Urtasun y su corifeo de salón ideológico. De alguien tan poco pagado de sí mismo como era Manuel Rodríguez (hasta por su apellido y comportamiento publico, el 'hijo de la señora Manuela') escribía Claramunt que "encarnaba congojas, orgullo y altivez del alma española". Dignidad, en suma. Eje de nuestra personalidad. ¿Que se quiere ir desconociendo y descosiendo en sus costuras fundamentales, nación, Constitución, ¿jolgorio filosófico de "la corrida"?.

 

Hace pocos años, se clausuró por la Generalitat de Catalunya la plaza de toros Monumental de Barcelona. Era no solo un lugar de coincidencia española, sino un foco de atracción turística, de ingresos en suma para la tierra donde la pela es la pela. Prevalecieron la pasión y la inquina inconfesa. Luego se anuló, por inconstitucional - algo tuvo que ver nuestro bufete- tal resolución parlamentaria de clausura. No se ha recuperado, sin embargo, esa muestra cultural, porque las barbaries históricas suelen ser irrecuperables, gripan los motores sociales: Pero sobre todo porque nos hallábamos en plena eclosión independentista que, por una vía o por otra, se muestra cada día más ilusoria, más 'contra natura' colectiva de la piel de toro, Iberia única.

 

Aunque había toreros catalanes, ningún filósofo-pintor había querido aproximarse, al menos, a la experiencia de Pepe Luis Vázquez, nieto del corralero del matadero de San Bernardo, en Sevilla, cuando manipulando una punta de 'moruchos', uno más descarado se le vino encima y él, niño de siete años, desvió su embestida brutal -ya veremos­ utilizando como capote su su bata de escolar: ¡qué bonito!, exclamó para sí mismo -en realidad único verdadero amigo, diría Lope de Vega en tal trance, al ver cómo una criatura que se asoma a la hombría es capaz de burlar la barbarie.

 

Santiago Araúz de Robles. Abogado y escritor. 

 

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