Stephen Hawking partía de dos supuestos: la realidad puntual (histórica, que inició precisamente la Historia) del Big-ban, que sigue operando, ya veremos; y la evolución darwiniana como constante. Son ya, ambas, verdades físicas callejeras hasta para los 'ninis' (colectivo disperso harto improbable puesto que la escolarización es legalmente obligatoria, en los más de los países). Y tales puntos de partida tienen en este caso peculiaridades que lo hacen ejemplar y casi exclusivo.
El Big-ban consiste -lenguaje coloquial- en una pequeña pelota negra, la suponemos, de densidad inimaginable que, en cierto momento existente solo entonces (hasta una fracción de segundo antes aún no existían el tiempo, ni el espacio de la explosión), explosiona realmente en el puro vacío de todo y provoca o crea, entonces sí, un entorno de materia amorfa bullendo a millones de grados 'kelvin' que, en los segundos inmediatos siguientes (ya tienen percha circunstancial a la que aferrarse, digamos) se enfría con celeridad también inverosímil, pero científicamente probada, hasta hacer posible la vida orgánica: es decir, el principio de cualquier 'evolución', de la que tú, lector, y yo somos producto aleatorio con el carácter nada menos de homo sapiens (la evolución al principio frenética y luego tesonera tenía, por así decir, la libertad de elegir entre alternativas) hasta hoy, siglo XXI del tiempo computado.
Entre tanto, cierta lógica especula que, puesto todo lo que se expande -caso de la 'catástrofe magnífica' (la calificaría 'Zorba, el griego'', en la novela de Kazantzakis) de la explosión inicial- ha de contraerse, ahora estaremos de vuelta, en decadencia, digamos, hacia otra o la misma 'pelota negra'. Y vuelta a empezar, con otro Big-ban como trasfondo. Vuelta a empezar, ad aeternum, nuevamente haciendo posible el origen del espacio y el del tiempo. El tedio cósmico, pues, en que además la evolución puede abrir otros caminos que ni siquiera conduzcan al homo, sapiens o no.
Al sentido común de Hannah Arendt, por ejemplo, como al grueso de los físicos les desalentaba y desalienta la ramplonería de la mera hipótesis. A Stsphen Hawking, de quien hablamos, ya atenazado por la ELA -por cierto, con 'evolución' mucho más lenta de la que vaticinaba la ciencia médica, "dos años de vida", desde que casi adolescente se la diagnosticaron en Cambridge coincidiendo con los festivos años veinte del charleston y la Bau Haus: murió en 2018 -nada menos- le interesaba, ocupaba y 'preocupaba' apasionadamente el proceso inverso. Se fijaba y seguía la estela de Einstein: física cuántica, ondas gravitacionales, agujeros negros etc., como estudios y hallazgos de presente y futuro.
Pero aunque le obsesionaban las múltiples ramas de la teoría de la 'Relatividad general', las evoluciones de la evolución, diríamos, se fijaba en su raíz: la historia ya vivida y estudiada, como escuela de vida. En si alguien, ¿quizás Alguien? fuera de tiempo y espacio, situó en el ¿vacío de todo?, en el punto adecuado aquella bola negra, como de frontón de pueblo, tendente a crecer (evolucionar) y variar en lo que concierne al hombre hasta constituirlo en único testigo lúcido, y con libertad para influir en la propia evolución. Realmente, es en lo que estamos: en la raíz permanente del planeta azul, y del cosmos en que flota.
Por otra parte Hawking (antes de que un aparente desmayo ocasional en los claustros de Cambridge University dejara al descubierto su ELA incipiente, equivocación de la naturaleza, juego de ruleta de los genes) hace algo tan vulgar, pero que carga tanto de sentido a la libertad humana, como enamorarse de por vida. Su 'enamorada' (usando el castellano de Las Américas) se llama Jane Wilde y su aspecto es -si han visto la película La teoría del todo, del director James Marsh- es apenas una adolescente (la cámara resalta su sólida delicadeza de carácter) que, por lo que nos toca, hace estudios universitarios sobre la poesía española medieval y renacentista. Hay, en general, una especie de grata obsesión inglesa por España: Shakespeare le deleitaba el vino malvasía, de Lanzarote, 'isla afortunada', y desde él, pasando por Brenan, hasta Ian Gibson, ha cuajado una larga escuela de 'hispanistas': le interesa desde Felipe II, y su emblema nec timar, nec metus, hasta la ejemplar Catalina de Aragón, repudiada por el cebón y codicioso Enrique VIII y la guerra del 36-39. Jane Wilde, y en su halo Stephen conocen que, tanto en las metafisicas Coplas de Jorge Manrique, como en los poemas gemelos de San Juan de la Cruz y Santa Teresa, a los estudios históricos Ramiro de Maeztu, García Morente, Unamuno ..., se describe al hombre español como distanciado de la muerte, a la que supera, porque vive desviviéndose. Pues bien: a esa estirpe de humanidad pertenece -voluntariamente, claro- Hawking de quien dice su confidente Thomas Hertog en su reciente libro biográfico 'Sobre el origen del tiempo': "De Stephen Hawking podemos aprender a amar el mundo tanto como que aspiremos a reinventarlo sin darnos nunca por vencidos". Es el signo de quienes han ahondado tan a fondo el sentido de la vida que aprenden a ser libres de todo encadenamiento, para mejor disfrutarla, como mejor proceda y de manera total.
Hay una importante característica de Hawking que resulta necesario resaltar, para mejor conocerlo y que su testimonio contagie. No hago, con ello, sino seguir la definición que nuestro Ortega y Gasset hace da la persona: yo soy yo, y mi circunstancia. Hawking nace en 1942 y muere el año 2018. Su vida está circunscrita, pues, al momento histórico más creativo de la Historia, en cuanto a ciencia aritmética ( la cuántica) y utilitaria (los ordenadores y la IA creativa). Pero también el más destructivo: vive mientras el Enola Gay lanza sobre Hiroshima la bomba de Oppenheimer. La 'guerra fría' crea el clima del apocalipsis, y se cuentan con los instrumentos para realizarlo. Recuérdese que Einstein preguntó al elaborar de la bomba atómica: "¿Estamos seguros de lograr contener alguna reacción en cadena?".
Regreso al título de mi anterior artículo en esta breve serie: "¿Estamos en ello?". Copio de Hertog: El astrónomo real de la Gran Bretaña, sir Martín Rees, ha advertido que, si tenemos en cuenta todos los riesgos solo hay un 50% de posibilidades de que alcancemos al año 2100 sin sufrir un retroceso catastrófico. Como humanidad. El hombre puede crear y crea (la IA, aunque se ha magnificado: es una ciencia instrumental, un vómito de todo lo sabido). Y puede destruir hasta autoborrarse. Depende de su voluntad libre, eso sí. Y, por tanto, del uso de sus capacidades para la ética y el verdadero progreso humano (tan distinto del progresismo político), y también para el mal corrosivo ('Las corrupciones', fue el título adivinatorio de una novela de Jesús Torbado). Está, siempre lo ha ido estando, ante el compromiso histórico de elegir.
En 2016, dos años antes de su muerte, Stephen afirmaba desde su ciencia que ya se han acabado las batallas con Dios o con el Papa. Y añade su amanuense Hertog: al contrario, Hawking halló una intensa y emotiva concordancia con Francisco en su meta compartida de proteger nuestro hogar común. Que contiene, por su parte, el bien más complejo y precioso: al hombre, libre y capaz de amar. Sin embargo, si hacemos estadística objetiva, más de la mitad del Planeta Azul está en guerra contra sí mismo. Y posee, como baza final, no la quijada de asno con que Caín mató a Abel sino armas de muerte con los ojos vendados. Y, mírese a Gazah, un egoísta desprecio por la vida, incluso en ese instante que solo es eso, vida, es decir en los niños.
Tras una existencia 'ELA' convertida en pregunta "hacia la luzy hacia la vida" Hawking concluía que avanzaba en la convicción de que el cosmos -lo de 'los infinitos cosmos' es una boutade de café- parece responder a un proyecto. Antes del tiempo y el espacio, todo proyecto requiere un Autor. ¿Con qué propósitos y características?.
Santiago Araúz de Robles. Abogado y escritor.
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