Vivir mil y una vidas. Un homenaje a los amantes apasionados de la lectura

Publicado por: Rafael Cabanillas
03/03/2023 08:00 AM
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Cuando, con siete años, don Rafael, mi maestro, que también era mi padre, nos leía la revista Aguilucho de los misioneros combonianos, yo quería ser misionero en África. Asumiendo el riesgo, como buen mártir, de ser devorado por los caníbales previa cocción en una marmita borboteante. 

 

Después, al leer a Emilio Salgari, quise ser un explorador en la selva y también un pirata. Pero cuando me topé asombrado con Julio Verne y su "Viaje a la luna", mi sueño fue convertirme en astronauta.

 

 Llámalo deslealtad si quieres, cabeza loca, cambiando permanentemente de oficio, pero la realidad es que la fascinación por esos libros y sus personajes protagonistas hacía que me sintiera verdaderamente uno de ellos. La inocencia de los niños. La imaginación de los niños. Los sueños de los niños. Aunque, cuando ya de joven, leí una biografía de Mozart, me arrepentí de todos mis deseos anteriores igual que si hubiera cometido un error en mi petición al frotar la lámpara de Aladino, y lo que deseaba con todas mis fuerzas era ser compositor e intérprete con un stradivarius del Réquiem de ese desdichado Wolfgang Amadeus Mozart.

 

Finalmente, hechizado por el amor a la lectura y a la escritura, y por dar una solución definitiva a mi volatilidad y a mi locura, decidí hacerme escritor para poder vivir en persona esas mil y una vidas.

 

Ese fue el motivo principal para hacerme escritor, aunque también hubo otros muchos. Como este:

 

Para elegir a los jugadores de los equipos de fútbol que se disponían a competir, lo echábamos a pies. Lo echaban – pues yo nunca tuve ni esa suerte ni ese honor – los dos mejores jugadores. Los más fuertes, los más grandes, los más vitoreados y combativos. Los capitanes. Algún día, tengo la seguridad, aparecerá en un tratado de psicología un estudio que aborde hasta qué punto nos hizo un daño irreversible, traumático, a algunos chicos ese "echar a pies". Al mostrar públicamente en cada partido, delante de todos aquellos muchachos, tu inutilidad, tu escaso valor, tu desnudez  frente a la devastación. Una herida que se iba enquistado en cada elección, ante la frustración de no ser elegido jamás. Yo me hice escritor, ya lo he dicho, y, como tal, también tengo la certeza de que algunas de las historias que cuento, incluyendo la crudeza de sus descripciones, tienen el origen en aquellas tardes de quebranto y balón. Igual que no dudo de que alguno de mis compañeros, humillado como yo, se haya convertido en un psicópata o en un asesino con irrefrenables deseos de matar.

 

Los capitanes se colocaban uno frente a otro, dejando un par de metros de separación, y comenzaban a avanzar sincronizadamente colocando el pie derecho sobre la puntera del izquierdo hasta que se topaba con el del contrincante. Si, finalmente, tu pie cabía perpendicularmente en el hueco que restaba entre los dos — ¡monta y cabe! —, tú habías ganado y tú comenzabas a elegir entre el grupo de chavales que nos amontonábamos a su alrededor. Algunos llamando la atención, clamando para ser vistos. Pero para los pequeños y encleques, entre los que yo me encontraba, era inútil, pues nunca nos veían. Invisibles, desapercibidos, indiferentes a nuestra presencia, como si para ellos no existiéramos. La dañina indiferencia. Cuando ya había elegido cada capitán a sus mejores jugadores,  siete u ocho grandullones por equipo, se abría nuestra oportunidad, porque ya no les quedaba más remedio que elegir entre la morralla que restaba. Cuando uno de los capitanes miraba a uno y a otro de aquel saldo, dubitativo, mostrando su dificultad para "pedir" — eso decían: "me pido a…" —, nosotros alzábamos el brazo, agitando la mano, nos golpeábamos el pecho repitiendo: ¡ A mí, a mí, a mí!  Tirábamos de su camisa, de su manga, del bolsillo de sus pantalones. Pero nada, nunca te elegían. 

 

Cuando ya sólo quedábamos tres y, muy forzados, se repartían a dos, yo me quedaba solo. Desnudo ante todos ellos. Expuesto  en aquel escaparate de la desolación y la vulnerabilidad. Huérfano, exhibiendo mi tristeza  en ese desierto de hierbajos, tierra y dolor. Entonces uno de esos capitanes, sin mirarme siquiera, decía: ¡A este te lo regalo!  ¡Porque yo no lo quiero!

 

Rafael Cabanillas Saldaña es escritor.

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