“Las Ursulinas en Molina de Aragón” es el octavo y último libro del investigador molinés, Ángel Ruiz Clavo. Una obra que está teniendo una gran acogida entre los molineses y que, aprovechando este concurrido mes de agosto, que se desvanecerá en apenas unos días dejando de nuevo vacías las calles de la ciudad, presentaba en el salón de actos de Santa María del Conde, en la localidad molinesa.
Dice Ruiz Clavo que este será su último libro, porque pretende disfrutar de su jubilación, después de más de tres décadas escribiendo algunas de las líneas perdidas de la historia de este Señorío. Un anuncio que los molineses escuchaban con cierta incredulidad, convencidos de que el azar, la casualidad o, tal vez, algún conocido aparecerán un día cualquiera, con algún legajo antiguo u otra postrimería histórica o, quizá, con la excusa precisa que avive la curiosidad del investigador y no pueda resistir la tentación de encajar una nueva pieza de la historia de esta tierra, cada vez más olvidada.
Mientras trata de ser fiel a esta amenaza, invita a los asistentes a seguirle en su perfil de Facebook, donde seguirá relatando algunas de las anécdotas y curiosidades del pasado de esta tierra molinesa.
El trabajo que nos ocupa, sobre el Convento de las Ursulinas, apunta, debería haber visto la luz hace más de 25 años, pero entonces las religiosas, muy celosas de la información que atesoraban en el Archivo de la Congregación, no concedieron su autorización para acceder a la documentación, “por lo que tuve que esperar al verano de 2018, cuando sor María Salomé anunciaba que se iban a marchar de un momento a otro de Molina y abandonaban el convento”, momento en el que conseguía el beneplácito de las monjas.
El resultado, lejos de ser una obra de carácter religioso, es un estudio riguroso sobre la historia de la orden religiosa desde su llegada a Molina, el 20 de septiembre de 1807, hasta su desaparición, en el verano de 2019. Una rigurosidad que durante el acto de presentación tendió la mano a la nostalgia, puesto que, quien más o quien menos, ha estudiado allí como interna; ha correteado por los largos corredores del cenobio cuando en la infancia iba a la guardería con sor María Salomé, sor Margarita o sor Imelda; ha asistido a clases de máquina con sor Inmaculada; o de costura con Sor Corazón.
Sea como fuere, el antiguo convento de la Plaza de San Pedro, que hoy alberga la taberna del Catacaldos, forma parte de la memoria colectiva de muchas generaciones de molineses.
No obstante, tan sólo han sido unos 200 años los que la congregación ha tenido presencia en Molina de Aragón. Dos siglos que tocaban a su fin el 12 de agosto de 2019, cuando las dos últimas religiosas, sor María Salomé y sor María Imelda, abandonaban el convento de nueva fábrica, que tres décadas antes levantaban detrás del antiguo, debido a su importante deterioro.
Estos dos siglos de historia en Molina de Aragón, tal y como ha narrado Ángel Ruiz, no han estado exentos de numerosos avatares y complicaciones.
En España sólo han existido tres conventos Ursulinos de Santa Ángela Merici: en Molina de Aragón, donde se encontraba la casa matriz; en Sigüenza, que todavía pervive; y en Tarancón, con una breve existencia que se extinguía en la primera mitad del siglo XX, hacia 1930. La orden, señala Ruiz, tuvo la solicitud de poner en marcha otros conventos en Valencia capital y su provincia, pero aquello, como dirían en Molina, ‘se quedaba en agua de borrajas’, debido a la escasez de religiosas.
A Molina de Aragón llegaron desde Francia, huyendo de la Revolución que estallaba en 1789: “Lo hicieron cruzando los Pirineos prácticamente a pie, con alguna ayuda puntual de personas que se ofrecieron para llevarlas en carros o carretas. Tuvieron suerte, porque se encontraron con gente que les ayudó en circunstancias muy adversas, entre las que no faltó un accidente en el que se despeñaron algunas de las monjas”, continúa el historiador.
En un primer momento, llegaron a Pamplona y desde allí se trasladaron a Puerto de Sagunto, siguiendo la ruta que hoy cubre la Autovía Mudéjar por Zaragoza, Cariñena, Monreal del Campo y Teruel, hasta llegar a Valencia.
Allí les recibió el arzobispo Fabián y Fuero, “que era de Terzaga y por lo tanto paisano nuestro, pero no fue él el que las trajo a Molina”, comenta el escritor.
Su establecimiento en la capital del Señorío se debe otra autoridad eclesiástica, el que por aquel entonces era el obispo de la Diócesis de Sigüenza, Pedro Inocencio Vejarano, que tenía la inquietud de abrir un colegio en Molina de Aragón. Para ello, indica el investigador, el obispo les cedió el beaterio de Santa Librada, que no era un beaterio al uso, sino una serie de casas que se disponían junto a la iglesia, en el paraje del mismo nombre, donde hoy se levanta el Parador. “Lo que hizo Vejarano fue acondicionar estas casas para que pudieran llevar una vida decente y acoger a niñas, porque la Enseñanza era el voto principal que tenían las Ursulinas y su máxima preocupación”.
En este beaterio no permanecieron mucho tiempo, ya que tras el estallido de la Guerra de la Independencia (1808-1814) tuvieron que salir huyendo. En el camino de huida fueron interceptadas por una patrulla del ejército francés, que se conformaba con rapiñar algunas de sus pertenencias, dejándolas escapar con vida.
Tras el conflicto, en que la ciudad fue incendiada por orden del general francés Roquet, vuelve a ser decisiva la intervención del obispo Vejarano, quien compró y reconstruyó una serie de casas arrasadas por las llamas en el Plaza de San Pedro. En concreto, según el historiador, se habilitaba la que era la casa del Párroco y otras dos viviendas más, que pertenecían al Cabildo Eclesiástico, junto con otras que se encontraban en la parte trasera, que posteriormente conformarían el patio de las alumnas.
“En la parte trasera, donde se encontraba la huerta de las monjas y la zona de recreo, hasta la carretera, se encontraba el cementerio de San Pedro, una plaza y una serie de calles, que pertenecían al Ayuntamiento, que donó a las religiosas para que pudieran construir una cerca que guardara su intimidad”, aclara.
El colegio de Martínez Izquierdo, que todos los molineses recuerdan es posterior y se construyó a mediados del siglo XX, donde hoy abre sus puertas la taberna del Catacaldos: “Eran unas casas destruidas que habían adquirido las monjas y tuvieron que esperar muchos años antes de poder levantar ese colegio”, recuerda.
La obra dedica el capítulo 9 a la iglesia de San Pedro, el templo que se levantaba junto al antiguo convento. Este capítulo, explica Ruiz Clavo, describe, entre otras cosas, “cómo se entrega el templo a las ursulinas, que en un primer momento sólo tenían el uso y disfrute; cómo construyen el órgano, que después se cambió por el que existe en la actualidad; o cómo el Cabildo depositó el cuerpo de San Valentín, sobre el que también escribí un libro y encontré un borrador que se hizo para el escudo de los marqueses de Villel”, adelanta.
El obispo Vejarano prestó una gran atención al Convento de las Ursulinas de Molina, mientras permaneció con vida, al igual que a otros conventos de Sigüenza y de la provincia. Según el historiador, incluso “pidió la autorización real de Fernando VII y de la reina para que fuera Real Convento de Ursulinas de Molina de Aragón, por lo que tenemos encima del Catacaldos el escudo real de Fernando VII y la leyenda que lo especifica”.
No obstante, Vejarano fallecía en 1818, cuatro años después del fin de la Guerra de la Independencia “y el nuevo obispo no estaba por la labor de prestarles ningún tipo de ayuda, por lo que pasaron muchas penurias y tuvieron que sobrevivir a base de limosnas, de lo poco que recaudaban de labor docente y del Ayuntamiento, que colaboraba con una pequeña subvención para la enseñanza de las niñas”.
La portada del libro recoge la jarra con el corazón del obispo Pedro Inocencio Vejarano, extraída de una fotografía que conservaban las religiosas. Según relata el investigador, “cuando falleció, los canónigos de Sigüenza enviaron su corazón a Molina, dentro de una jarra de cristal, tapada con un papel, rodeado con un cordón. A las religiosas de San Román de Medinaceli les enviaron las entrañas, y una parte de la asadura fue a parar al Monasterio de Valfermoso de las Monjas”. El resto del cuerpo del obispo se enterró en la catedral de Sigüenza.
Las monjas conservaron el corazón dentro de la jarra, guardado en una lápida, hasta que, tal y como relató Ángel Ruiz, “no hace muchos años, sintieron la curiosidad de verlo, para lo que retiraron la cuerda y el papel, pero después de más de 150 años, se deshizo todo en polvo y no pudieron ver más que ese polvo dentro de la jarra”.
En 1832, acuciaba una gran falta de medios y recursos, con apenas media decena de internas, entre las que se encontraban la hija y la sobrina del marqués de Embid, que si bien era una familia importante en el Señoría, su aportación no era suficiente para mantener la congregación, ya que la enseñanza se impartía de manera gratuita. “Por ello, tuvieron que pedir al Ayuntamiento que les eximiese de una serie de impuestos, como el del cereal o la carne, para poder salir adelante”, comenta.
Ese periodo coincide con una exclaustración de las monjas clarisas, de la misma manera que antes lo habían hecho los monjes franciscanos. “Las clarisas salieron también de su convento y fueron acogidas en el convento de las Ursulinas, habitando dos por cada una de las celdas pequeñas. Eran alrededor de 30 y la única solución que encontraron fue realizar a la reina una petición de nuevas profesiones, porque la entrada de una nueva religiosa suponía unas dotes con las que poder ir sobreviviendo, además de ir renovando el claustro a medida que las religiosas iban envejeciendo”.
Otro de los recursos que tenían para hacer frente a las dificultades eran las señoras de piso, “mujeres que por su condición de viudedad o cualquier otra circunstancia se acogían al convento para ser cuidadas por las monjas en los últimos momentos de su vida. Una de ellas fue la marquesa de Embid, que les legó una serie de muebles y algo de dinero, no mucho, porque el que ostentaba el título era su hermano que, además, tenía fama de roñoso”, afirma el escritor.
En 1857 tuvieron que afrontar una nueva dificultad, como consecuencia de la Real Orden del 4 de febrero, por la que quedaban suprimidas las escuelas públicas de niñas en Molina de Aragón. “Tuvieron que acudir a la reina y también intervino el marqués de Embid para que pudieran seguir desarrollando su labor de la Enseñanza, que era su actividad principal”.
Más tarde, en 1868, un nuevo decreto del Gobierno Provisional de la nación, relativo a la supresión y anexión de conventos, monasterios, colegios, congregaciones, etc. vuelve a poner en el ojo del huracán al convento de las Ursulinas. “Cuando la noticia llegó a Molina fue un shock, porque se impedía la entrada de nuevas novicias y, por lo tanto, también de sus dotes. Además, las religiosas con sus cargos de maestras nacionales tampoco pueden enseñar, por lo que de nuevo tienen que recurrir a los monarcas y a la mujer del presidente, pero el que más les ayudó fue el ministro de Gracia y Justicia, que era natural de Checa, Juan Arrazola”, que hoy da nombre a la plaza principal del muncipio checano.
Entre las religiosas que pasaron por el convento molinés todavía resuenan en los ecos de la historia algunos nombres destacados, como el de sor María Pía de San José, natural de Valencia, maestra superior, que llegó a Molina con una escultura de San José, que durante mucho tiempo guardó la entrada del cenobio, junto con otros recuerdos de su tierra. “Para celebrar el hecho de estos nuevos enseres les hizo una falla al estilo de Valencia”, comenta.
La Escuela de Niñas regentada por las Ursulinas llega a los albores del siglo XX como la única oficial de la población, desde 50 años antes “y así es reconocida por la municipalidad”.
Para los niños existían tres escuelas, dos de ellas dirigidas por los Escolapios, a las que asisten 308 niños, de 6 a 12 años de edad y donde se enseña todo el Bachillerato, aunque son dependientes del Instituto de Guadalajara, y una tercera, a cargo de un maestro.
Además, las hermanas de Santa Ana regentan una escuela de parvulitas con la ayuda de algunas personas de la comunidad.
En los años 80, las Ursulinas gestionan la Guardería y el Internado. “Entre las religiosas las hay muy mayores y no están ya para las labores de la Enseñanza. La penúltima en entrar fue sor María Salomé, en 1957. La situación continúa siendo muy difícil, de urgentes necesidades. Además del envejecimiento de las religiosas, arrastraban los problemas del deterioro del convento”, explica el autor del libro.
Los grandes cambios políticos que se dieron con la llegada de la Democracia afectaron en muchos aspectos la vida de la comunidad. “Lo comentaba sor Imelda. No tenían la capacidad de adaptarse a los tiempos que venían, lo que les llevó a dejar la enseñanza y a practicar otras actividades. A partir de 1980, se mantienen con unas pocas internas y una serie de subvenciones, principalmente, de la Diputación Provincial y el Ayuntamiento, y de las limosnas”.
Las dos últimas ursulinas, Sor María Imelda y Sor María Salomé, abandonan definitivamente el convento el 12 de agosto de 2019 a las 9.00 horas. En el verano de 2022, los trabajadores de la Funeraria de Molina exhumaron los restos de las religiosas del cementerio, que fueron trasladados a Guadalajara, junto a la jarra conteniendo las cenizas del corazón del obispo Vejarano.