La esposa Arnolfini, encinta

26/08/2024 12:48 PM
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Mi amigo y soberbio analista Alejandro del Rio explica, apoyándose en Simone Weil, que los "locos" de Velázquez (quizás como los apóstoles que pintaba el Greco, tomando modelos del manicomio o casas suburbiales de Toledo, según el doctor Marañón) son exponentes gráficos de la verdad desnuda. Una especie de niños grandes, o ya a deshora. De aquella manera califica del Río, genéricamente, a los enanos, desde el bufón Calabacillas a María Bárbola que, en retratos directos y exentos o acompañando a la realeza, pintaba Velázquez, el pintor-maestro de la realidad más sencilla e impactante. Acierta, sin duda. Pero, de paso, nos alerta sobre el fondo de esa buscada paradoja: de que lo aparentemente circunstancial de una obra de arte puede ser una lección de filosofía, y/o de ética.

 

Pienso, como ejemplo más expreso, y en este caso manifiestamente intencionado, seguro, en el cuadro intimista -retrato psicológico- que mimaron la mano, la mente y los pinceles de Jan van Eyck sobre el matrimonio Arnolfini. Es una composición minuciosa que vibra de naturalidad.



La vista del observador se reposa de entrada, por ejemplo, en cada detalle de la lámpara de bronce que pende sobre la pareja, y en seguida crees, antes de verles a "ellos", que les estás observando llegar en el espejo cóncavo del fondo precisamente para posar y dar testimonio de su biografía y actitud ante la existencia.

 

Fíjense en los rostros y en sus "poses". Reflexionas, y casi seguro que concluyes: quien manda es él, el esposo, posiblemente un banquero que pasa el día en su "retrete" de cambista, inclinado, y casi en penumbra protectora, sobre sus libros de haber y debe.

 

Es delgado, medio consumido por los afanes y exigencias, y tiene la piel fina -rehuye el sol- y amarillenta, de pergamino bilioso e inocente, si pudiera ser. Bien.

 

Pero la esposa, casi aún una niña, es el centro de todo. ¿Y, por qué? Porque, aunque haya quien lo ha cuestionado, está embarazada, encinta. Y ella sí que vitalmente absorta en su estado de "buena esperanza", a sabiendas de que el nervio de toda vida humana es justamente la esperanza de una realidad que ella ya casi toca: posa su mano abierta y cóncava en la curva de su vientre, acariciante, y se viste cada mañana -no solo para este evento de pasar a la inmortalidad por un retrato­ con galas exquisitamente cuidadas, que impacten a su nonato, que está ahí tan solo separado de su roce directo por la fina película del ropaje. Viste un traje largo, color verde de madrugada, con pliegues sobre los empeines, y se toca con una cofia blanca y con puntillas, para concentrase en su feto, que es ella misma, un miembro propio para, perdón por la redundancia, contactar con su propia vida, carne de su carne y talante de sus genes, alma aparte. Se sume en el empeño de que ninguna otra cosa que no sea su maternidad primeriza le distraiga. ¿Sabe ya, se lo ha insinuado algún experto, que el nasciturus - seguramente, en este caso, el primero de sus hijos posibles y hasta probables- va a ser varón y que, también desde ya, es agradecido a la música?, ella siente que se revuelve placentero en el interior de su seno, disfrutando los acordes del violín o puede que de unos modestos cascabeles cuyo sonido quiere jugar con él, si algún músico inspirado se acerca a la fecunda barriga.

La esposa Amolfini lo siente y lo comparte con la humanidad. Es un fragmento de vida, la muerte no cabe en las "parias" de su madre. La cónyuge joven no ha podido leer -aún no se ha escrito- la descripción tuitiva que hace el Código Civil de la Ilustración francesa, el napoleónico (que incorporamos en España): el nacimiento determina la personalidad, pero al concebido se le tiene por nacido para todos los efectos que le sean favorables.

 

Para el efecto de nacer, en efecto, y sobre todo. No hay ni sombra del gangrenoso tiempo en que un cónclave de "sabios", viendo solo lo externo y exigente, actuando al dictado de los intereses personales en soledad, o de un hedonismo imperante proponga -y consiga el enunciado, por ahora no más- de que el ah-orto, el cruzar un bisturí afilado en el camino de la vida inerme, pase a ser derecho fundamental, deseándolo o no, de toda mujer (habitualmente y en el trance casi siempre niña, al menos por su inocencia-hastío), y aunque esa vida que llama no amenace la suya propia, es ya "madre" y no solo en esperanza sino como protagonista de una realidad que madura hacia el vivir autónomo y pleno. Asiste -ciertamente asiste, es la verdadera realidad conviviente- al hecho creciente de los infanticidios vicarios, el horror visible de quien mata dos veces, al indefenso y a la madre a quien, por corrupción del amor, que no es lo que dice la copla se nos rompió el amor, se odia.

 

Es lo mismo, pero más: es la propia sangre la que le desangra hasta la nada de la muerte (porque la nada es la imposibilidad de gustar la vida). Es el extremo de la indefensión, y de la gratuidad del morir. Porque toda "madre" incluso la no consumada necesita de protección: si estando embarazado o con el hijo ya nacido, en su entorno, toma en sus manos una cajetilla de Marlboro lee en letras negras, las adecuadas, el eslogan tuitivo fumar mata. Así es. Es pues un derecho del niño el evitárselo, un derecho encomendado a quien más ha de quererle, la madre. Y se olvida susurrarle al oído, pero no cae en el vacío de la humanidad, y abortar mata. De inmediato. Físicamente. Y de ordinario, como acción en grupo, por contubernio, en complicidades compartidas.

 

Se abren las venas de la criatura verdadera, la que trae en sus genes un proyecto de vida plena. ¿Y la que no puede desconocer el hecho biológico -y quizás con rescoldo o cenizas de amor- calla, consiente, incita? ¿Y sus temores a la vida -que sin duda acompañan a todo ser viviente- conviene volver a ver las películas de Ingmar Bergman, en que ese temor es latente pero nunca conduce al infanticidio- no hay nadie que se los disipe, no hay una sociedad madura que le acompañe y se los avente o le acompañe en ellos, en la medida que lo permita la condición humana?

 

Algo huele a podrido, en la gran Europa. Romper los vínculos naturales es como envenenar al padre de Hamlet cuando está dormido, sea por la razón que sea, y pretender negar -e incluso convertir en derecho fundamental, y elevarlo al altar de la razón- la vida que prospera en las sombras y necesita la tutela de algún cariño -en realidad, el de toda la sociedad de los hombres- compañero hacia la luz y hacia la vida. Está latente, y para siempre, tal verdad callada en esa obra maestra de Jan van Eyck, como está presente el derecho a vivir, y con un papel social importante y hasta cortesano, en "los locos de Velázquez".

 

Santiago Araúz de Robles. Abogado y escritor.

 

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