Permítaseme utilizar para la ocasión un título de cierto sabor fílmico americano: Arístides, conocido como el Justo, griego antiguo fundador de la democracia, frente al actual americano Ronald Trump, que no reconoció el resultado electoral.
El final de un año y el comienzo del nuevo son el momento oportuno del ciclo anual para valorar lo ocurrido en el primero y abordar con más, menos o ninguna ilusión lo que el segundo nos depare.
Entre las varias expectativas del nuevo año no es la menos importante la del inminente acceso a la presidencia de Estados Unidos, el país más poderoso del mundo, del conservador Ronald Trump. Todavía no se ha producido la toma de posesión y ya estamos sorprendidos y abrumados por el anuncio de algunas de sus propuestas disparatadas y lesivas para la democracia. Especialmente Europa, tan ligada y dependiente de EEUU, asiste con preocupación y miedo a algunos anuncios propios de las peores etapas del imperialismo mundial.
Anuncia Trump el deseo de apropiación del Canal de Panamá. Había formulado también como una propuesta no inocente llamar al Golfo de México el Golfo de América; México está también en el punto de mira del norteameticano. Anuncia Trump también su deseo de que Canadá sea el estado número 51 de la Unión y anuncia o reitera su deseo de que Goenlandia, que ahora es una región autónoma de Dinamarca, país de la Unión Europea, sea también parte de Estados Unidos, y para conseguirlo no descarta la utilización de la fuerza, militar por supuesto, si fuera necesario.
Nos sorprenden más estas peligrosas propuestas porque creíamos que las expansiones imperialistas de los países ya no eran posibles después del largo y doloroso proceso de descolonización de numerosos territorios en África y Asia sobre todo repartidos cínicamente por los poderosos europeos, británicos y franceses especialmente, aunque no únicamente. Trump justifica ahora su ambición porque estos territorios son necesarios para la defensa y protección de los ciudadanos americanos, aunque desde luego no es razón de menos peso el afán de rapiña y apropiación de las muchas riquezas de esas tierras, muchas de ellas preservadas hasta ahora por una enorme capa de gélido hielo.
Por si esto fuera poco preocupante, resulta que Trump asocia a su gobierno a individuos que son los más ricos del mundo, con fortunas que cuestionan la estabilidad de las sociedades y producen horror y desasosiego entre quienes desearían un reparto de la riqueza más equitativo y menos vergonzoso. Es decir, pretende convertir la democracia o gobierno del pueblo en una plutocracia o gobierno de los más ricos. El más relevante de todos estos personajes es naturalmente el ciudadano más rico del mundo, Elon Musk, que invirtió 250 millones de euros en la campaña electoral, insisto en el término “invirtió”, y dueño de la poderosa red social X, antigua Twitter, utilizada por millones de personas en todo el planeta, que no limita ni pone freno a todo tipo de bulos al servicio de las ideas conservdoras. Este Elon Musk interfiere en la política europea con el argumento de que él tiene intereses, económicos por supuesto, en todas partes, ataca al jefe de gobierno de Reino Unido, laborista o socialdemócrata, insulta al canciller alemán, socialdemócrata, y hace campaña por el partido alemán de extrema derecha heredero del nazismo con cuya líder celebra una entrevista publicitada absolutamente en su red y en la que califican a Hitler de "comunista". Es difícil de imaginar sentido alguno en tanta incoherencia.
Pero lo realmente grave es que todo esto supone un enorme salto cualitativo en el sistema democrático que tanto hemos tardado en recuperar los europeos modernos. El dinero y la riqueza siempre han intervenido en el reparto del poder y han afectado más o menos al funcionamiento de las instituciones políticas y sociales. Ahora la pretensión es sencillamente apoderarse de las más importantes instituciones y ocuparlas sin rubor para ponerlas al servicio de sus intereses económicos siempre insatisfechos en su ambición.
Son estos suficientes asuntos para preocupar muy seriamente a la vieja Europa, que pretende ser una nueva Unión Europea, porque ¿quién pone limites a este asalto a las instituciones? ¿Cómo frenar esta degradación absoluta de la democracia? ¿Cómo frenar este ataque ahora sin careta al pretendido 'poder del pueblo'?
A estas alturas del presente artículo algún lector se preguntará: y esto ¿qué relación puede guardar con el antiguo demócrata griego Arístides? Pues vamos a ello.
Los atenienses son los creadores del sistema de gobierno democrático en el siglo V a.C., acabando con el sistema aristocrático existente, pero desde el primer momento se dieron cuenta de los peligros permanentes que amenazaban al nuevo sistema, fundamentalmente por la inmediata reacción de los aristócratas que perdieron el poder pero que siempre están dispuestos a dar un vuelco a la nueva situación y recuperarlo.
Pues bien, entre las medidas de defensa de la democracia los griegos inventaron una vez más un instrumento sólo propio de su genio, el llamado ostracismo o condena al exilio durante diez años a todo ciudadano que por su especial poder o influencia pudiera suponer un peligro para la sociedad y la democracia. Esta pena o castigo no se aplicaba a quien hubiera vulnerado las leyes y cometido un delito sino a quien simplemente se consideraba una amenaza para la democracia. El castigo se votaba en una asamblea popular llamada 'ekklesía' inscribiendo el nombre en un tejo o fragmento de cerámica que en griego se llama 'ostrakon'.
El ateniense Arístides (C.540-467 a.C.) fue uno de los fundadores de la democracia, un gran estadista y un político ejemplar que solo buscaba el interés general y no el beneficio particular, por lo que se le conocía como “el justo”. A pesar de ello se le sometió al ostracismo y fue condenado al exilio forzoso. Hay una anécdota que nos dice cómo cuando Arístides se dirigía a la asamblea en la que se discutía su exilio, le abordó un campesino iletrado que le pidió que le escribiera el nombre de Arístides en el 'ostrakon', Arístides le preguntó si había recibido algún agravio o tenía algo contra el tal Arístides y el campesino le contestó que ni siquiera lo conocía pero estaba harto de que todo el mundo le llamase "el justo"; Arístides grabó su propio nombre en el tejo y acudió a la asamblea donde fue condenado al exilio. La anécdota tal vez no sea real pero es claro exponente del respeto de los demócratas griegos a los votos de los ciudadanos.
El campesino no conocía a Arístides, que respetó su opinión aunque poco formada y perjudicial para él ; nosotros sí conocemos a Trump y Musk y vamos conociendo sus excesos aun antes de tomar posesión de sus poderosos cargos. Es muy tentador pensar lo bien que vendría a las democracias modernas una medida similar, pero el ostracismo en el sentido antiguo no existe en el mundo moderno; es más, nos escandalizaría tal medida que sería considerada como un castigo sin haber sido condenado por la comisión de algún delito. Pero personas poderosas ciertamente las hay, algunas muy poderosas, megapoderosas, hiperpoderosas que pueden suponer un peligro para la siempre insegura democracia y alguna medida debería ser posible tomar frente a ellas arbitrando leyes protectoras suficientemente eficaces. Sin duda las leyes han de asegurar el sentido social de la riqueza, sin que eso suponga cuestionar el derecho de los ciudadanos a poseer riquezas legalmente ganadas. Pero que el 1 %, (uno por ciento) de la población mundial posea lo mismo que el 50% de la población más pobre del planeta, o que el 8% de los habitantes de este mundo posean el 30% de la riqueza mundial parece un exceso, un sinsentido y un peligro para la estabilidad de la sociedad y la justicia social y será el origen de graves conflictos que sin duda a no tardar mucho surgirán, como tantas veces han surgido en la historia de la humanidad que una y otra vez se empeña, como una maldición, en volver al inicio del círculo.
Antonio Marco. Catedrático de Latín jubilado y expresidente de las Cortes de Castilla-La Mancha.