No sé ustedes, pero yo estoy absolutamente deprimido. Una depresión de caballo, cuando mi estado natural es la alegría y el optimismo. Un desánimo panorámico, ahora conocerán por qué.
Si miro hacia el cercano Levante, el este del sol naciente, veo al señor Mazón atrincherado en la ocultación y la mentira para no dimitir de su cargo. Apoyado por el PP y por VOX, como si el objetivo de mantener o hacerse con el poder estuviera por encima de la justicia, la ética y la dignidad humana. Por encima de la vida de las personas.
Hay que ser indecente, más allá de la obscenidad, al no reconocer tus errores el día de la DANA y echar la culpa a los demás: haber suprimido, nada más ser nombrado presidente, la Unidad de Emergencias Valenciana creada por su antecesor, no haber mandado la alerta a tiempo, estar oculto, ausente y desaparecido no sé cuántas horas, haciendo vaya usted a saber qué, cuando los cadáveres flotaban ya a pocos kilómetros del restaurante El Ventorro.
Hay que tener muy poca talla moral y mucho cuajo, para, ante tu dejación de funciones, no irte a tu casa y que al menos tus hijos puedan mirarte sin vergüenza a la cara. Irte a tu casa como reconocimiento de tu mala gestión, que es una manera de aceptar la ineptitud y pedir perdón, antes de que los espíritus de todos los fallecidos te persigan eternamente hasta los infiernos. ¿Qué pensará Mazón al leer que los ministros alemanes dimiten por plagiar un párrafo en su tesis doctoral?
Si miro al sur, veo a 17.000 niños asesinados en Gaza con total impunidad, sus mortajas blancas en brazos de las madres que aúllan de dolor, las ciudades bombardeadas sin cesar hasta dejarlas huecas como calaveras, la destrucción absoluta, las masacres en los campos de refugiados, en las escuelas, en los hospitales, en las franjas de 'seguridad'. Veo cómo matan sin pudor a periodistas, a médicos y a cooperantes de ONG, cómo no permiten la entrada de la ayuda humanitaria, cómo los están matando de frío y de hambre. Un ejército acorazado contra la indefensión, como dijo Lula da Silva, de mujeres, niños y ancianos. Un exterminio. Una masacre abominable. Observo, igual que todo el planeta lo está observando, un genocidio en directo sin que nadie mueva un solo dedo, ni se nos congele la conciencia y la sangre ante nuestra pasividad de hielo. Contemplando un exterminio que nos recuerda al holocausto judío. Haciéndonos cómplices con nuestro silencio a todos los seres humanos que lo vemos y callamos. ¿Entienden por qué estoy deprimido, hundido y descorazonado?
Cuando desvío la vista, ante la impotencia y la angustia, en una especie de huida del horror, hacia las antípodas del Polo Norte, me topo con Groenlandia (Dinamarca), la isla más grande del mundo. El equivalente a la superficie de Reino Unido, Francia, Alemania, España, Italia, Grecia, Suiza y Bélgica. La Groenlandia amenazada en su soberanía porque a un 'iluminado' se le ha ocurrido el disparate de apropiársela, por las buenas o por las malas. Un disparate anacrónico, de la edad de la caverna y la cachiporra, impensable hace tan solo unos meses, bajo el argumento de que 'necesitan esas tierras'. Igual que muchos miles de sintecho, tirados en las calles de Nueva York, necesitan una habitación del pomposo y hortera hotel Tower Trump. O un trocito de la finca Mar A Lago. Siendo más justo para los necesitados expropiar esas posesiones a un delincuente condenado por 34 delitos, que apropiarse de Groenlandia por el morro. Isla perteneciente a Dinamarca, un país de la OTAN, un país, por tanto, amigo y aliado cuando los compromisos y las alianzas valían para algo, hasta la llegada de este personaje incalificable.
Y ya con mis ojos puestos en la virginidad de Groenlandia, asediada como en una nueva fiebre del oro, observo la que se nos viene encima medioambientalmente. La deriva anticiencia con la negación de esta gente del cambio climático y su salida del Acuerdo de París: más quema de combustibles fósiles, más perforaciones petrolíferas, más excavaciones para extraer tierras raras, vuelta al carbón, al humo y al cementaco. Vuelta a la casilla de la barbarie contra la naturaleza, retrocediendo cincuenta años. En el colmo de la afrenta y la provocación -¡Ojo hasta dónde podría llegar puestos a hacer daño!-, ha prohibido hasta las pajitas de cartón en la Administración Federal, para que vuelvan las de plástico.
Para finalizar mi recorrido por los puntos cardinales de la negrura y el despotismo que me oprime el pecho y dinamita todos nuestros valores, me queda el oeste: Estados Unidos.
Para mí, lo más doloroso y triste, más allá de ese individuo, es la pérdida de confianza en el ser humano. ¿Cómo confiar en un ser humano que ha hecho presidente del país más poderoso del planeta a un personaje que se jacta de decir que "si tienes dinero las mujeres se dejan agarrar del coño"? Y tú, mujer, ¿lo votas? ¿Cómo confiar en los seres humanos de origen migrante en USA, tras votar a un individuo que los llama "escoria" y los acusa de comerse las mascotas? Y tú, inmigrante, sin pensar en tus hermanos compatriotas hoy encadenados, ¿lo votas? ¿Confiar en los seres humanos que eligen al instigador – por eso indultó de inmediato a esos 1.500 energúmenos – del asalto al Capitolio dando por muerta la democracia? Votar a un provocador narcisista que se ríe de los mandatarios internacionales diciendo que acuden "a besarle el culo". Sin lugar a dudas, todo un símbolo de la degeneración de la especie humana.
Desconfianza que se extiende también al sistema. Me explico: De 244 millones de votantes en USA en las últimas elecciones, votaron 154. Es decir, 90 millones no acudieron a las urnas. Trump obtuvo un 49,8 % con 77 millones de votos y Kamala Harris un 48,3 y 75 millones de votos. La pregunta es: ¿Ese mínimo porcentaje de la victoria, sumado al millonario abstencionista (el verdadero vencedor), te da derecho a poner, sin consenso, el mundo patas arriba y en serio peligro? ¿A liquidar el sistema público despidiendo indiscriminadamente a profesores y trabajadores que son, justamente, los garantes de la independencia del Estado? ¿A perseguir, detener, encadenar con grilletes y mandar a una cárcel de El Salvador a inmigrantes, al margen de la ley y la justicia? ¿A eliminar programas de ayuda a la cooperación y el desarrollo, proyectos educativos, de investigación y salud, eliminar subvenciones – para arruinarlas – a universidades por protestar por la masacre de Gaza, incluso prohibir libros y cuentos infantiles, hasta acabar con la libertad y los derechos humanos? Y lo último: ¿Provocar una guerra económica -esperemos que no sea el inicio de la bélica-, con una debacle de los mercados y una crisis que afectará de golpe a los más desvalidos del planeta, con sus decisiones erráticas, cambiantes y desproporcionadas, sobre los aranceles?
Todo, por el miedo a China, a la que piensa vencer con un falso patriotismo de gorra y eslogan -¡MAGA!-, que es una golosina populista para manipular a los pobres inocentes que los votan. Lo digo en plural, refiriéndome a esos oligarcas multimillonarios: todos muy hombres, todos muy machos, todos muy blancos. Menos a Elon Musk... que no lo vota nadie, porque le sobran las elecciones.
Que las grandes empresas de Estados Unidos -por miles- se marcharan a Asia abandonando la patria no es muy MAGA, ¿verdad, Donald? Y traerlas ahora a cañonazos, tampoco. Estaría bien que China hiciera públicos los precios que les pagan las empresas americanas por los productos de lujo ya finalizados y listos para la venta, aunque se cambie el made de origen. Para demostrar que los culpables no son los chinos, ni los indios ni los de Bangladesh, sino los especuladores sin escrúpulos, usureros que ganan fortunas en Bolsa con su información privilegiada, no como esos inmigrantes que trabajan como animales partiéndose la espalda. ¡Qué paradójica actuación, que dice mucho de su catadura moral! Cuando se aprovechaban de los asiáticos con sus sueldos exiguos, muy bien, nos forramos a su costa; pero ahora que esos países comienzan a salir a flote, muy mal, aranceles del 145 %. ¡Viva el esclavismo!
Estados Unidos y su CIA, a lo largo de los siglos XX y XXI, ha seguido una estrategia invasiva consistente en derrocar gobiernos: de Salvador Allende a Sadam Hussein, de Gadafi a Noriega, de Afganistán a Granada, de Vietnam a Bolivia (“Soldadito de Bolivia, soldadito boliviano / armado vas con tu rifle que es un rifle americano / regalo de míster Johnson para matar a tu hermano”, que escribió Nicolás Guillen y cantara Víctor Jara). En múltiples ocasiones provocando guerras para vender armas, colocar presidentes títeres, quedarse los recursos y materias primas, adjudicarse los contratos de reconstrucción y ubicar sus bases militares para mantener su autoridad y su poder. Sin embargo, ahora parece que les debemos algo con su victimismo arancelario.
Si, en vez de andar por el mundo con sus injerencias y provocando conflictos, hubieran hecho como China: trabajar pacíficamente y sin descanso, mejorar la calidad de vida de sus 1.400 millones de habitantes -tarea difícil, pues antes de Mao se estaban muriendo de hambre-, planificar su economía, crear lazos de amistad desde la sabiduría de su cultura milenaria…, puede que el declive de Estados Unidos no fuera tan patético e irremediable. Porque, en el fondo y en la forma, se trata de eso, de la caída de un imperio. Es la ley del péndulo. Ya lo dijo Antonio Gramsci: ·"El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos".
Aunque, para acabar con mi depresión, estos argumentos no me valen, por muy juiciosos que sean. El diagnóstico lo tenemos, ahora hace falta el remedio. Y yo lo que necesito es un potente antídoto, contra esta involución y esta locura. Contra esta barbarie. Un antídoto que no venden en las farmacias, para recuperar la fe en el ser humano y que me devuelva rápidamente la esperanza.
Rafael Cabanillas Saldaña. Escritor. Autor de 'Quercus', 'Enjambre' y 'Valhondo'.